Nunca me he sentido tan nerviosa e intimidada por tener que impartir un periodo de lección principal como cuando impartí el periodo de Perceval a nuestra clase pionera, la undécima, el pasado noviembre. Me sentía poco cualificada, poco preparada y sobrepasada. Finalmente comencé el periodo con lo que consideraba una planificación de las clases bastante decente, montada de la mejor manera que pude y armada con ejercicios de escritura, materiales relacionados con el arte y citas importantes de Gandhi y Kahlil Gibran. Estaba lista. Cuatro días después de haber empezado el periodo nos azotó el supertifón Haiyan y nuestro país quedó totalmente traumatizado por la increíble devastación y las pérdidas sufridas. Entonces supe que tenía que tirar por la ventana la mitad de mi planteamiento.
Un mal comienzo...
Incluso antes de comenzar el periodo ya me parecía que todo lo que pudiera salir mal iba a salir mal. Hubo problemas de horarios, desapariciones de libros de consulta, acontecimientos en la ciudad a los cuales los alumnos preferían ir antes que a las clases, y muchas otras cosas. El primer día del periodo, había hecho que mis alumnos recibieran una carta misteriosa que los iba a llevar al campo y a los bosques; y después de seguir unas flechas, llegarían a un mirador recién construido junto al río que sería el escenario para el principio de la historia. Todo era perfecto, o al menos eso pensaba yo. Aquel día llovió con fuerza, se empaparon mis flechas de cartón y la mitad de la clase llegó tarde, empapada y embarrada. Aparte de esto, en los primeros días ocurrieron otras cosas inesperadas y desafortunadas, como la ausencia de uno de mis alumnos debido a una dolencia cardiaca leve y el repentino fallecimiento de la abuela de otro alumno.
Yo creía que las cosas ya no podían ir peor. Entonces me enteré de la llegada del supertifón. En seguida me di cuenta de que no era el típico tifón, sino que nos esperaba algo muy serio, así que decidí restar importancia a todo lo demás. Este fue el momento en el que pensé: esto está fuera de mi alcance, lo que tengo que hacer es tranquilizarme, aceptarlo y ver dónde nos lleva esto. Así pues, a los cuatro días de empezar el periodo, un jueves por la tarde, se anularon las clases, sin saber cuándo se podrían reanudar. Los profesores prepararon la escuela para lo peor y mi marido y yo preparamos nuestra casa para recibir la inevitable riada, algo que ya nos había ocurrido en otros dos tifones mucho menores. Nos abastecimos de agua y de comida, compramos velas, atamos las bicis, las sillas del jardín y la carretilla a las verjas, pusimos paneles de plástico en nuestras ventanas de estilo tradicional para evitar que el agua entrara y cargamos las baterías de todos los aparatos eléctricos.
...y lo peor estaba por llegar
El apagón se produjo a primera hora del viernes y poco después llegó el tifón. El viento era increíblemente violento: voló la puerta de nuestro jardín, agujereó el techo de la casa y levantó de raíz varios árboles. Yo nunca había oído el sonido de un árbol arrancado de raíz y me quedé impresionada por la fuerza de la naturaleza mientras observaba cómo uno de nuestros enormes árboles caía justo al lado de mi ventana. El sonido de las raíces arrancándose del suelo era como el de una traca de petardos. Cada pocos minutos oía más árboles caer en la distancia y esperaba que nadie resultara herido. La riada empezó a crecer durante la noche y el sábado por la mañana ya alcanzaba los sesenta centímetros, y siguió creciendo hasta alcanzar un máximo de más de un metro y medio por la noche. Dado que nuestra casa está asentada sobre pilares, el agua no llegó a entrar en ella, pero quedamos aislados. Al otro lado de la ventana había un mar turbio y marrón en el cual solo asomaban las copas de los árboles y a lo lejos se oía el mugido de las pobres vacas. No obstante, nosotros nos encontrábamos bien. Estábamos preparados con suficiente comida, agua, velas y un montón de trabajos que corregir para mantenernos ocupados.
El domingo la riada aún era bastante grande, pero estaba empezando a disminuir. Durante esos días pensé cómo continuar con el periodo. Al mismo tiempo iba recibiendo mensajes sobre la terrible devastación del norte de nuestra isla, que fue azotada de lleno por el ojo del tifón, y me preguntaba cómo podría ayudar cuando la riada se hubiera retirado. Sabía que las clases tardarían en reanudarse, ya que había que arreglar y limpiar la escuela. Además, habría muchas familias y profesores afectados que necesitarían tiempo para recuperarse.
Todo patas arriba
El lunes por la mañana la riada ya había desaparecido, dejando toneladas de basura y barro oscuro y pegajoso transportado desde lejos por la fuerza del agua. Fuimos caminando hasta la escuela y vimos que nuestros preparativos habían dado muy buenos resultados, ya que muchos materiales se habían salvado. Sin embargo, allí el agua había alcanzado los dos metros y medio en el jardín de infancia y todas las clases de la planta baja estaban llenas de barro. Había mucho trabajo por hacer. Llegaron maestros, padres, amigos y estudiantes mayores armados con cubos y escobas. Fue un trabajo muy duro que nos causó dolores de espalda, aunque comer juntos fue muy divertido. Todos los estudiantes de secundaria trabajaron a tope, limpiando clases y recogiendo bienes de emergencia para repartirlos por la comunidad. Fue una alegría muy grande verlos hacer un trabajo tan valioso con una sonrisa y sin (casi) ninguna queja. También insistieron en ser ellos personalmente los que fueran al pueblo a repartir los bienes. Curiosamente, este era el día en el que estaba planeado celebrar San Martín. Aunque obviamente no llevamos a cabo la fiesta, el espíritu de San Martín resonó con sinceridad durante aquel día. Cuando vi a los estudiantes de la undécima clase (la forma en la que lideraron al resto de alumnos y la firmeza de su trabajo) supe cómo proseguir con el periodo de Perceval. Tuve la certeza de que había que hacer muchos cambios a mi plan original.
No retomamos las clases hasta el jueves, una semana después de que llegara el tifón. Se había restablecido el suministro eléctrico y la escuela estaba bastante limpia. Aún se estaban llevando a cabo pequeños arreglos en el recinto. Para entonces, ya estaba dolorosamente clara la magnitud de los daños que había causado el tifón en Filipinas. Era casi insoportable oír las devastadoras historias de muertes, personas desaparecidas, hambre, pillaje, escuelas dañadas y hogares destrozados.
La pregunta justa
Al retomar mi periodo lectivo, empecé pidiendo a mis alumnos que me contaran sus reflexiones sobre el tifón, la inundación y sus experiencias. En lo concerniente al libro, justamente estábamos recordando la parte en la que Perceval se encuentra en el castillo del Grial y no hace la pregunta sanadora. Durante nuestros debates, los alumnos compararon el estado de Amfortas y el estado de nuestro país. Se imaginaron a Perceval en esa etapa de su camino, viendo el desastre en Filipinas y se preguntaron cómo habría reaccionado. Un estudiante dijo: “Si Perceval actuara del mismo modo ahora, tal vez estaría subiendo 'selfies' al Facebook”.
Dos días después me llevé toda la clase a ayudar a empaquetar bienes de emergencia para los supervivientes del tifón. Estuvimos en el arzobispado empaquetando ropa usada durante tres horas. Tuvimos que buscar entre ropa vieja y mohosa, entre la que había ropa interior, vestidos demasiado formales e incluso ropa de invierno. Este proceso nos llenó de humildad. No fue la mejor de las experiencias, pero al final los alumnos acabaron contentos. En un principio comentaban lo difícil y frustrante que era ver cómo mucha gente aprovechaba la donación como una oportunidad para limpiar los armarios. “Sin embargo”, apuntó un estudiante, “había que hacerlo. Es importante que las donaciones de valor lleguen a los supervivientes que necesitan ropa”. Otro estudiante escribió: “Fue un buen día. Teníamos una tarea que cumplir. Hicimos un buen uso de nuestro tiempo”.
También decidí que era importante que la clase reaccionara ante otras cosas que estaban ocurriendo a nuestro alrededor. Así pues, el día después de empaquetar practicamos una canción y un par de poemas para recitar en el funeral de la abuela de uno de nuestros estudiantes. Hablamos de lo que significaba visitar a la familia de alguien que acababa de fallecer. Hablamos sobre la muerte, la compasión, la amistad y la conexión, al tiempo que nos centrábamos en Sigune, Cunneware, Gawain y Trevrizent entre otros. Mi alumno contó una anécdota agradable y divertida sobre su abuela y después fuimos a su casa a presentarle nuestro respeto. Cantamos “Amazing Grace,” y después mis alumnos preguntaron si podíamos cantar la canción “Holy Grail” que habíamos empezado a cantar durante el periodo. Al principio tuve mis dudas porque pensé que tal vez no era apropiada para la ocasión. Pero mis alumnos me dijeron: “No, doña Anna. No es inapropriada; está bien”. Así pues, cantamos la canción e hicimos que todo el mundo sonriera. Realmente debería escuchar a mis alumnos más a menudo.
Según avanzaba el periodo, los alumnos siguieron haciendo muchos paralelismos entre el recorrido de Perceval y lo que estaba ocurriéndole a la escuela, a nuestro país y, por supuesto, a nuestras propias vidas. Un alumno me entregó lo que escribió en su diario sobre cómo Feirefiz compartía mucho de lo que tenía con la gente de la corte del rey Arturo y cómo hoy en día la gente debería ser un poco más como Feirefiz, y compartir lo que tenemos con los supervivientes del tifón. Después compartimos otras historias preciosas sobre la gente del país y de cómo el mundo se había unido para ayudar a Filipinas después de la asolación. Otra alumna insistió en escribir todo su cuaderno a través de los ojos de Perceval, y en la última página escribió: “En cada lucha que libró Perceval en su vida recordé mi pasado y me vi reflejada. En ocasiones me veía a mí misma en Perceval”.
El antes y el después
El último día de nuestro periodo, una vez completada la historia del camino de Perceval, la clase se sentó en círculo y todos hablaron con franqueza, con emoción y en profundidad sobre sus luchas personales, las respuestas que habían encontrado y también sobre las nuevas preguntas que les habían surgido. Durante una hora y media nos reímos, lloramos y abrimos nuestros corazones a los demás. Más de una semana después de acabar el periodo mis alumnos me pidieron que los llevara a un pueblo costero del norte azotado por el tifón para entregarles faroles. Los estudiantes de secundaria y bachillerato habían hecho más de 30 preciosos faroles para los supervivientes del tifón el día en que celebramos San Martín oficialmente. Yo había decidido entregar los faroles personalmente, puesto que iba a ir allí a desarrollar actividades pedagógicas con otros maestros interesados en ayudar. Sin embargo, mis alumnos tenían un sincero interés en ir. Les advertí de las condiciones que nos íbamos a encontrar y les dije que no iba a ser un viaje “divertido”, más bien cansado e incómodo. Su respuesta fue: “Lo sabemos, doña Anna, pero nosotros también queremos hacer algo”.
Así pues, el 22 de diciembre de 2013 me llevé a mi clase a un viaje de dos horas y media en coche en dirección norte, donde pasamos la mañana haciendo juegos y manualidades con más de 300 niños. No esperábamos que hubiera tantos y yo había planeado que mis estudiantes ayudaran a los maestros con los juegos. Sin embargo, cuando vimos la cantidad de niños que había, le pregunté a los alumnos si querían coordinar su propio grupo de niños y accedieron rápidamente. Después de dos horas de juego ininterrumpido, risas y trabajos manuales, ofrecimos una comida caliente a todos los niños. Por la tarde hicimos más faroles con 40 niños que seguían allí después de dar por finalizadas las actividades. Mis estudiantes acabaron exhaustos y durmieron casi todo el camino de vuelta.
Lo que empezó como un periodo de Perceval lleno de “problemas”, “dificultades” y sucesos inesperados, acabó siendo un verdadero camino tanto para mí como para mis estudiantes. Impartir este periodo me ayudó a aceptar, a ser paciente, a relajarme, a encontrar el sentido y la importancia de las cosas, y sobre todo a ser mejor persona. Esto puede parecer mucho, pero hasta el día de hoy me sigo preguntando: ¿Habría sido una persona tan activa en el trabajo humanitario si no hubiera estado enseñando el periodo de Perceval, un viaje sobre la compasión y la conexión con el mundo? Desde que nos azotó el tifón he tenido en la cabeza la imagen de Amfortas sufriendo y esperando. He visto a Perceval en sueños, firme en su búsqueda para enmendar sus errores. Me he echado en la cama por las noches pensando en cómo mis alumnos intentaban encontrar un sentido al mundo y su lugar en él. La historia de Perceval es muy sanadora para todos, ya seamos mayores o jóvenes. Es una historia viva, el viaje verdaderaemente arquetípico del ser humano moderno.
Aún me queda mucho por leer, aprender y mejorar para el próximo periodo de Perceval, aunque nunca olvidaré a Perceval en las secuelas del Haiyan y la manera en la que mis alumnos hicieron real su travesía en el mundo actual.
Tengo que agradecer muy especialmente a dos de mis compañeras profesoras su inestimable colaboración: Josie Alwyn, de la Rudolf Steiner House en Londres y Christine Ongpin-Montes de la Escuela Waldorf de Manila, dos faros brillantes que me mantuvieron en la buena dirección con sus consejos y sus ánimos. Con cariño y agradecimiento.
Traducción: Alberto Caballero