I. Autoridad
¿Por qué los docentes a menudo no son capaces de afirmar su autoridad? ¿Por qué a los padres a menudo les da miedo hacerlo?
Para el recién nacido, el bebé, el niño pequeño y el niño hasta los nueve años, el adulto es quien le proporciona la autoridad externa que aun no tiene en él. El adulto es capaz de realizar juicios, tomar decisiones, pensar qué es lo mejor para la criatura. Esto no significa que los niños no tengan su propia mentalidad. Un niño de dos años puede ser muy insistente. Pero hasta la edad que Rudolf Steiner caracteriza como la época en la que «la fuerza del ego empieza a surgir» (2) (hacia los 9 años), el niño ansía la autoridad. Sin embargo, los adultos son reticentes a trazar los límites. Y es comprensible. Nosotros, los adultos, no nos queremos oponer a la voluntad del niño, no queremos menoscabar su fuerza de determinación. ¡Y vaya con la fuerza de determinación de la voluntad infantil!
El bebé que llora, el niño pequeño que grita, el niño de cuarto que refunfuña, el adolescente malhumorado, todos nos ponen a prueba. Quieren saber quién es el capitán que les guía. Su propio capitán, su yo adulto, aun está en proceso… (3)
Incluso el niño más tozudo busca sinceramente un adulto lo bastante fuerte como para apoyarse en él. Incluso podríamos decir que cuanto más obstinado es el niño, más desesperadamente desea apoyo en forma de autoridad firme y amorosa. Esta es la clave: firmeza y amor. Los adultos tendemos a pensar que no podemos ser firmes Y amorosos a la vez. Pero para un niño, lo uno sin lo otro causa inseguridad. La firmeza por si misma puede convertirse rápidamente en autoridad despótica. Es la firmeza, por ejemplo, de la escuela militar. Hay poca flexibilidad en este tipo de autoridad. Es autoritaria. Si, en cambio, se impone la simpatía, la objetividad y especialmente la coherencia que el niño necesita con tanta urgencia se perderán porque el niño, dirigido solo por lo que desea más que por lo que es correcto, llevará la batuta.
Eso nos lleva al segundo elemento clave:
II. Objetividad
¿Qué queremos decir con «objetividad» o «subjetividad»? Un objeto es algo que está fuera de mi yo. No me identifico necesariamente con él. Pero «yo» siempre soy mi propio sujeto. Veo el mundo desde el interior de este sujeto. Si estoy sano, me identifico completamente conmigo. Eso es lo que significa «yo». Tal y como Rudolf Steiner nos recuerda repetidamente, yo soy la única persona que puede decir «yo». Yo soy la única persona que tiene mi propia perspectiva. Por eso, cuando tenemos una relación subjetiva con algo externo a nuestro yo, fundimos nuestro Yo con el Otro. Esta es la inclinación natural que todos los padres tienen con sus hijos. Los padres ven de forma natural a sus hijos como extensiones de sí mismos. Al final, el niño se convierte en adolescente y se rebela contra las ataduras de sus padres, una fase de liberación que a muchos padres les parece difícil. Sin embargo, si los padres, cuya labor legítima es aceptar plenamente al niño, siguen demasiado entrelazados con el niño, resulta difícil sostener la autoridad paterna. Cualquier autoridad, incluso la paterna, requiere objetividad.
La autoridad puramente objetiva, es, como hemos visto, nociva. Castiga sin tener en cuenta las circunstancias. Es absoluta. Este tipo de autoridad está destinada a romper, y no a apoyar, al niño. Pero sin ningún elemento de objetividad no se puede superar el reto de afirmar la autoridad y oponerse a la voluntad infantil del niño. El niño se convierte en la autoridad si somos demasiado subjetivos, si nos vemos superados por la compasión por él. Sin embargo, el niño aun no tiene criterio para tomar decisiones, para ser su propia autoridad. ¿Qué niño no comería una galleta más, iría más tarde a la cama o arrancaría su juguete favorito de las manos del hermano pequeño curioso?
Si bien tanto los maestros como los padres pueden aspirar a ser autoridades igualmente firmes y amorosas para con los niños que tienen a su cargo, cuando hablamos de objetividad existe una diferencia fundamental e inherente.
Los padres, por naturaleza, no son templados respecto a sus hijos. La carne de mi carne se funde. La sangre tira mucho. Los padres no son, ni deberían ser, templados con sus hijos (4)
La labor de los padres es querer a sus hijos pase lo que pase. Por eso, disciplinar a los hijos de los demás es mucho más fácil que a los propios. Por otro lado: Un docente enamorado de sus niños va directo al naufragio. (5)
Dicho de otra forma:
Se supone que para los padres sus hijos de mediana edad y llenos de arrugas deben ser igual de atractivos que cuando eran unos bebés de piel suave. Los docentes, por su parte, jamás deberían dejarse seducir ni por el más encantador de los alumnos. Para los docentes, el encanto nunca debería formar parte de la ecuación. Para los docentes, la visión a largo plazo es totalmente deseable. La visión a largo plazo requiere una buena dosis de objetividad, para que el niño nunca se vea absorbido hacia el ámbito personal del docente. La relación entre padres e hijos es, por definición, personal y subjetiva, lo que significa que el niño forma parte permanentemente de la identidad de los padres. El docente jamás debe depender de los niños para obtener satisfacción personal. Esto es la profesionalidad. (6)
Así pues, mientras que los padres están dotados de subjetividad de forma natural y deben luchar por alcanzar la objetividad, los docentes, en general, están libres de esta subjetividad inherente y les resulta más sencillo ser objetivos. Por eso, en el aula, el docente consigue más fácilmente la autoridad que los padres en casa, lo que explica el sinfín de historias de niños cuyo comportamiento en casa y en el colegio difiere tanto.
Como autoridad, los adultos que están emparentados con quienes tienen a su cargo tienen que hacer un esfuerzo consciente hacia el polo frío, mientras que los adultos con un cargo (el médico, el docente, el policía) y que no forman parte de la familia ni son amigos cercanos deben procurar equilibrar su autoridad institucional con la calidez personal.
En cualquier caso, una vez el adulto logra un equilibrio sano entre la objetividad y la subjetividad, será más difícil que el adulto quede a merced de la voluntad errática del niño, y es más probable que tome decisiones sanas para el niño. Y, en general, es más probable que se convierta en el adulto coherente en el que el niño puede confiar. La coherencia es fundamental.
III. Coherencia
Para la criatura, los adultos que, en general, logran ser coherentes en su comportamiento, expectativas y respuestas, le proporcionan seguridad. La espontaneidad tiene su espacio, como lo tienen las excepciones a la regla, pero cuando no son la regla.
A los niños les gusta la rutina. Son conservadores. Solo los adultos sienten la necesidad de sazonar la rutina con espontaneidad. Los niños florecen con la regularidad. Horarios regulares de comidas, hora regular de acostarse, salidas regulares… todo esto forma parte del próximo apartado sobre los hábitos. En este punto nos centraremos en la coherencia que fomenta una autoridad objetiva. En otras palabras, lo que nos preocupa aquí es la coherencia del adulto al responder ante el niño.
Las consecuencias de nuestras acciones son un concepto adulto. Rudolf Steiner nos dice que un niño empieza a entender la idea de causa y efecto alrededor de los 12 años. (7) No deberíamos esperar que niños más pequeños sean consecuentes por sí mismos. Es necesario un criterio maduro para ser coherente, aplicar consecuencias de forma equitativa y coherente. A los déspotas, los tiranos, los dictadores y los autócratas no les importa la equidad ni la coherencia. Pero los niños son muy sensibles a la coherencia de las consecuencias. Es el elemento nuclear de la disciplina. Saben lo que es justo. «¡No es justo!» es un grito que la mayoría de docentes conocen bien. No obstante, a menudo, es un grito injusto.
Mi libro, «Train a Dog, but Raise the Child; a practical primer», está inspirado en la idea de que la coherencia que se necesita para adiestrar a un perro se puede aplicar en la crianza de los niños y en la pedagogía. Rápidamente debo añadir que aquí es donde termina la similitud entre el perro y el niño. Las «R» de Regularidad, Rutina y Repetición son necesarias para todo tipo de entrenamiento. Ya sea para enseñar a un perro a buscar la pelota, o para enseñar a multiplicar 7 x 8 a un niño, no basta con una vez. Tenemos que practicar. Tenemos que repetir.
«La familiaridad de un ritmo predecible, como las columnas de un templo griego, puede aguantar el peso. Los niños desean la regularidad, la estructura, la repetición y la forma. Cuanto más pequeños son, más se le pide al adulto que le proporcione la arquitectura del día, para componer los horarios de las comidas, para coreografiar la hora de acostarse. Las rutinas diarias predecibles, las actividades semanales reconocibles, las celebraciones de cada estación y los aniversarios festivos contribuyen a la seguridad profunda del niño. Cada vez se hace más difícil tener el control del tiempo, marcar su paso de forma deliberada en vez de dejarse llevar como un barco sin timón por las corrientes y mareas conflictivas que amenazan con hacernos volcar. […] La flexibilidad está bien siempre que se mantenga el ritmo básico. Si se mantiene, una incidencia inesperada desconcierta mucho menos tanto al niño como al adulto.» (8)
Tampoco basta con una vez cuando hablamos de consecuencias por un comportamiento inapropiado o corregimos errores de hábitos. Además, es en el ámbito de la disciplina en el que la coherencia es primordial. La única pregunta real acaba siendo qué ignorar.
«Lo agotador de la coherencia es que requiere coherencia sobre en qué ser coherente.» (9)
En otras palabras, tenemos que escoger nuestras batallas. Esta es mi experiencia tanto con los perros como con los niños, el arte y la vida: basta con trabajar uno o dos patrones de conducta a la vez. Una vez se domina uno, podemos pasar al siguiente.
Si queremos que un niño levante la mano antes de hablar en clase, tenemos que ser coherentes en lo que se refiere a nuestras expectativas. Sin excepción. Cualquier excepción cortocircuitará el laborioso proceso de adquirir el hábito. Lo mismo ocurre con las consecuencias de un mal comportamiento. A lo largo de mis más de cuarenta años en la enseñanza, he comprobado que los niños más traviesos respetan las consecuencias coherentes y claras. Aquí es donde entra la objetividad que hemos mencionado antes. Esos pillos, en casa o en el colegio, entienden las consecuencias correspondientes. Sin ellas, se sienten decepcionados.
Nos puede doler más a los adultos de lo que en realidad duele a los niños insistir en que hay una consecuencia adecuada para un comportamiento inadecuado. Eso nos lleva a considerar las normas ya sea en el colegio o en casa.
El truco está en cómo mantener vivas esas normas, cómo hacemos que sean útiles, prácticas, orgánicas y flexibles. Una norma orgánica es la que ha surgido de las necesidades de una situación, a diferencia de las normas gratuitas que son ilógicas, pedantes, sobreimpuestas a la situación y contraproducentes. Una norma orgánica tiene que ser lo bastante flexible como para adaptarse a la evolución de una situación. Debe cambiar de la misma manera que el árbol de un bosque se adapta a su entorno. Las normas militares no son orgánicas. Son notoriamente rígidas. Formalizan la jerarquía. Logran el control. Son gratuitas. Las normas gratuitas se oponen e impiden, las normas orgánicas aceleran e impulsan. (10)
Para establecer «normas orgánicas» hacen falta sabiduría y criterio. La calidez objetiva ayuda.
Si hay una cosa que los niños, especialmente los mayores de nueve años, realmente detestan es la falta de coherencia en la aplicación de consecuencias a las transgresiones. Viven este tipo de incoherencia como un fracaso del adulto. Por este motivo los niños son tan agotadores: no toleran ninguna desviación.
Son consabidos los ejemplos de Rudolf Steiner de consecuencias adecuadas. Habla del «talento inventivo». (11) Habla del «autoconocimiento» que debe tener el docente para evitar ser un mal ejemplo. Es lo que se llama la «ley pedagógica» en acción.
Sea cual sea la edad del niño, y aun más a medida que se acerca a la juventud, el sentido del humor del adulto es fundamental al tratar las transgresiones del joven. Pero aquí el humor es el humor que está por encima de la refriega, que reconoce la Comedia de los Errores, que participa en una sabiduría algo distante y mantiene una perspectiva objetiva como lo hace la gran escultura de Rudolf Steiner, El grupo.
IV. Hábito
Pese a que ya hemos hablado del tema del hábito al tratar la coherencia, puede ser útil darle su propio espacio. Buena parte de nuestra labor como padres y docentes tiene que ver con los hábitos. Es con los hábitos con lo que queremos ser coherentes.
¡Pero cuidado que los hábitos pueden convertirnos en adictos!
Los hábitos nos desafían con su ir y venir. Es difícil adquiriros y aun más perderlos. Aunque una vida sin hábitos seria una maraña como lo sería una vida sin memoria, una vida gobernada por los hábitos puede acabar en extremos obsesivos. ¿Gobernamos a los hábitos o son los hábitos los que nos gobiernan? Esta es la pregunta que nos permite sacar partido de los hábitos en nuestro beneficio, no en el suyo. Es un esfuerzo que hay que hacer toda la vida porque los hábitos son escurridizos. Se consolidan y nos encarcelan de forma encubierta. […] Entrenar los hábitos precisa de una dirección atenta. (12)
En inglés, la palabra «hábito» implica drogas, alcohol, cafeína, opioides… todas ellas sustancias célebres por crear hábito. Como veremos en la próxima sección sobre atención, actualmente se reconoce que la tecnología también entra en esta categoría de «sustancias hedonistas.»
Está claro que los buenos hábitos son los que controlamos, no los que nos controlan. Los buenos hábitos pueden ser difíciles de alcanzar. Casi siempre, se tienen que aprender.
Los hábitos se tienen que entrenar, como se emparra la vid. Ni la vid ni el niño tendrán éxito si se dejan caer y sus zarcillos incompletos se dejan a su suerte. (13)
Los hábitos, tanto los buenos como los malos, nos permiten superar el día. Los niños nacen sin hábitos, y uno de los primeros cometidos de los padres es habituar a los niños a algún tipo de ritmo. Más tarde, la vida del escolar se regula mediante los hábitos. Sin ellos, la vida sería caótica. Pero además de aportar una cierta dosis de orden a la vida del niño y de los cuidadores adultos, los buenos hábitos sirven para un propósito superior.
Los hábitos ponen los cimientos del tacto, la empatía y, en última instancia, la compasión y, en consecuencia, la moralidad. (14)
Podemos habituarnos a tener buenos modales, mirar a ambos lados antes de cruzar la calle y muchos aspectos de la interacción social. Este tipo de buenos hábitos pueden ahorrarnos tiempo. Pero existe otro aspecto: los buenos hábitos sociales nos pueden ayudar a ser conscientes de que no somos el centro del universo. Eso es algo terriblemente difícil de comprender para el niño de, digamos, dos años. Hasta entonces, si tiene un hogar amoroso, él o ella ha sido el centro del universo. ¿Cómo entender que no podemos interrumpir a mamá cuando está hablando con un amigo? ¿Cómo aprender que la hermana también puede jugar con nuestro juguete?
Eso es de lo que debería tratar la educación ¿Qué sentido tiene todo el conocimiento del mundo si lleva al mal? El árbol del conocimiento, cuyo impacto Wikipedia no puede superar, no solamente nos trajo una manzana irresistible, también nos dio la capacidad de distinguir entre el bien y el mal, lo correcto y lo incorrecto. La capacidad latente de un criterio propio pasó a formar parte de nosotros. (15)
El criterio propio es una prerrogativa adulta y no cabe esperarlo de un niño. Pero al apelar a nuestra autoridad como adultos, corrigiendo esa autoridad con el adecuado equilibrio entre objetividad y subjetividad y aplicándolo de forma coherente, ayudamos a que el niño desarrolle buenos hábitos para toda la vida, hábitos que, en última instancia, lleven a la compasión y a la moralidad.
V. Atención
Varias publicaciones recientes establecen una relación meridianamente clara entre hábitos y tecnología. En «Hooked, How to Build Habit-Forming Products» (Enganchados, cómo crear productos adictivos), el autor afirma:
«Cada vez más, las empresas descubren que su valor económico es una función de la fuerza de la adicción que crean». (16)
Y en «The Hacking of the American Mind» (Hackear la mente americana) (17), leemos que:
«Nuestra adicción a los teléfonos inteligentes y a las redes sociales está impulsada fundamentalmente por el beneficio de las empresas […] La tecnología moderna está diseñada para desencadenar las mismas reacciones que una droga». (18)
En otras palabras, cuanto más capaces de crear hábito sean los dispositivos tecnológicos, mayor el éxito del balance final del creador. O bien: en la medida que nos convertimos en adictos a hábitos inoculados por cualquier aplicación que tengamos en nuestros teléfonos inteligentes, más deseables somos para las enormes corporaciones que promueven esta industria.
Mientras que los adultos inquietos aspiran a afirmar su autoridad paterna y pedagógica para guiar a los jóvenes en el aprendizaje de buenos hábitos, un consorcio mundial de innovación tecnológica hace todo lo que puede para que el mercado de los jóvenes impresionables se haga adicto a sus productos. Como demuestran ambos libros, se dedican muchos fondos y esfuerzos en investigación para lograr este objetivo.
Nuestra adición al colocón momentáneo de un pico de dopamina, que es lo que experimentamos con la mera anticipación de ese correo electrónico, mensaje de texto, imagen de Snapchat, etc. que deseamos no es accidental:
«Los anunciantes modernos mezclan los viejos trucos del marketing con neurociencia reciente para hacer que sus productos sean irresistibles […]. Comercializan sustancias, productos y comportamientos hedonistas como si fueran totalmente benignos y utilizan la neurociencia para hacer lo que se llama neuromarketing.» (19)
Esto es algo serio. Los niños de todo el mundo son el objetivo deliberado. El ataque es tan atroz que la respuesta está creciendo, y no solo en el ámbito Waldorf. Es tan obvio que el hábito de la tecnología gratuita menoscaba la capacidad individual para la atención que ahora existe una genuina «ciencia de la atención».
La ciencia de la atención ha legitimado la contracultura tecnológica, que defiende lo que es únicamente humano: la individualidad. A pesar del enorme poder de los emperadores de Silicon Valley, el núcleo interior con el que todo ser humano nace, hasta la fecha, está fuera del alcance de las manipulaciones pandémicas perfeccionadas por la gestión de datos. (20)
Si buscan en Google «ciencia de la atención» les aparecerán 40.800.000 resultados. Y encontrarán más sugerencias sobre el tema:
· qué parte del cerebro controla el interés y la atención
· áreas del cerebro involucradas en la atención
· definición de atención cognitiva
· la ciencia detrás de la concentración
· qué parte del cerebro controla la capacidad de atención
· qué parte del cerebro controla la atención y la concentración
· cómo presta atención el cerebro
· estudios psicológicos sobre la atención
El último capítulo de mi libro «Train a Dog, but Raise the Child; a practical primer» se hace eco de parte de la investigación sobre la cuestión de la atención. El capítulo se titula «El hábito de la distracción, la pérdida de la atención plena y el impacto en nuestros hijos».
Para compensar la popularidad aplastante de las actividades adictivas que genera la tecnología, los educadores Waldorf deben encontrar aliados. Las voces más fuertes que alertan del efecto de la tecnología prematura en los jóvenes no están afiliadas con (el movimiento) Waldorf; sus impresionantes credenciales están en otra parte. En sus argumentos no encontramos los principios triples y cuádruples de la pedagogía Waldorf. Sin embargo, hablan de los peligros de la persona en formación, y la individualidad en formación es el núcleo sagrado de cada niño al que enseñamos. Nuestros alumnos se van de la escuela a más tardar después de la secundaria, cuando su ego naciente aun se tiene que encarnar. Depende de nosotros, los adultos, proteger este núcleo incipiente del niño.
Si, como adultos, nuestras fuerzas del ego bastan para mostrar autoridad, aspirar a la objetividad y alcanzar la coherencia que propician buenos hábitos y consciencia social compasiva, entonces tenemos una buena oportunidad de evitar los hábitos adictivos que arrebatan a nuestra juventud la atención sin la cual no se puede lograr el pensamiento claro e independiente, la creatividad ni la brújula interior de la moralidad individual.
Dorit Winter: Habiendo crecido en cuatro continentes, Dorit siempre aporta su trayectoria cosmopolita a sus proyectos. Nacida en Jerusalén, fue al parvulario en Zúrich, a la escuela de primaria en Johannesburgo y Ciudad del Cabo, y cursó secundaria y bachillerato en Nueva York. Está graduada en Enseñanza Secundaria con especialidad de Inglés y Alemán por el Oberlin College y la American University, y es Máster en Literatura Comparada en Suny/Binghamton. Dorit empezó su carrera como docente en 1969. Ha sido profesora de alumnos de quinto hasta doceavo curso, así como de adultos. Ha sido 25 años directora fundadora y docente principal de los programas de formación de docentes Waldorf en la zona de la Bahía de San Francisco. Dorit, que ya no está vinculada a ninguna institución concreta, sigue en activo como docente, mentora y consultora, conferenciante e impartiendo seminarios.
Traducido por Mercè Amat
Bibliografía
(1) Winter, Dorit: Train a Dog, but Raise the Child; a practical primer, Dandelion Publications, 2017.
(2) Rudolf Steiner, Curso pedagógico para la juventud, GA 217, conferencia 10, 12 de octubre de 1922
(3) Train a Dog, but Raise the Child, pág. 83
(4) Ibid, pág. 116
(5) Ibid
(6) Train a Dog, but Raise the Child, pág. 119
(7) Rudolf Steiner, La educación basada en la naturaleza humana, GA 311, conferencia 11, 19 de agosto de 1924.
(8) Train a Dog, but Raise the Child, p. 142
(9) Ibid, pág. 55
(10) Ibid, pág. 49
(11) Rudolf Steiner, La educación basada en la naturaleza humana, GA 311, conferencia 3, 14 de agosto de 1924
(12) Train a Dog, but Raise the Child, p. 21
(13) Ibid, pág. 50
(14) Ibid, pág. 14
(15) Ibid
(16) Nir Eyal, Hooked, How to Build Habit-Forming Products, Penguin, Nueva York, 2014, pág. 2
(17) Robert Lustig, The Hacking of the American Mind: The Science Behind the Corporate Takeover of Our Bodies and Brains, Penguin Random House, Nueva York, 2017
(18) [<link https: ppab.player.fm series kqeds-forum dr-robert-lustig-on-the-hacking-of-the-american-mind>
ppab.player.fm/series/kqeds-forum/dr-robert-lustig-on-the-hacking-of-the-american-mind
](19) [<link https: www.fatherly.com health-science hacking-of-the-american-mind-robert-lustig-neuromarketing-kids>
www.fatherly.com/health-science/hacking-of-the-american-mind-robert-lustig-neuromarketing-kids/
](20) Train a Dog, but Raise the Child, pág. 195