La concepción antroposófica de la adolescencia y los retos de principios del siglo XXI
Desde antaño se ha considerado que la pérdida de control y la confusión emocional que acompañan la pubertad se deben a los cambios hormonales. A lo largo de la última década, el foco se ha desplazado a los cambios madurativos del cerebro. Los datos científicos no solo parecen proporcionar una explicación para los cambios del comportamiento de los adolescentes, sino que hacen que parezcan inevitables. Así pues, se dispensa a los adolescentes por su comportamiento rebelde o errático y se racionaliza su caótica fase de maduración. Raramente se cuestiona este razonamiento, como sí hace el psicólogo estadounidense Robert Epstein que sugiere que es nuestra propia civilización la responsable de la dramatización de este “estado de emergencia”:
“El malestar que hoy día observamos en los adolescentes es el resultado de la extensión artificial de la infancia más allá del inicio de la pubertad. A lo largo del siglo XX hemos infantilizado a nuestros jóvenes tratándolos como niños y aislándolos de los adultos” (1).
Naturalmente, cuando las explicaciones idealizan el pasado para subrayar un problema contemporáneo existe el peligro de que la esencia de lo que es una declaración reseñable se vea mermada al contrarrestar lo que parece ser un proceso de declive cultural a través de descripciones de testimonios históricos que muestran que el problema ha existido desde siempre: “A los jóvenes de hoy les encanta el lujo. Tienen malos modales, menosprecian la autoridad, no respetan a los mayores y les gusta cotillear en vez de trabajar. Los niños contradicen a sus padres, fanfarronean en público, arrasan con los dulces en la mesa, cruzan las piernas y aterrorizan a sus profesores” (2).
Esta cita se atribuye a Sócrates (469 - 399 AC), el filósofo griego, y parece demostrar que la transformación biográfica de la niñez a la edad adulta con todos los fenómenos que la acompañan (las crisis emocionales, los problemas con los límites, la rebeldía, el caos, la asunción de riesgos, el irracionalismo, el distanciamiento, la búsqueda de la identidad, los excesos verbales, la experimentación de roles, la formación de pandillas) es un desafío tanto para los adolescentes como para los que están a su alrededor a la hora de buscar cómo nutrir formas pacíficas de interacción social.
La filósofa Rebekka Reinhard ha descrito con empatía las razones subyacentes de esta transformación y este nuevo despertar:
“El joven adolescente pierde la capacidad de pensar en armonía consigo mismo. La lógica queda sepultada por las emociones, las pasiones y los ideales. En la pubertad, uno piensa con el corazón como jamás había hecho antes y que difícilmente volverá a hacer. Cada uno de sus pensamientos es como un evento de importancia mitológica que agita las profundidades de su alma: amor, odio, ira, miedo. La intensidad psicológica de los pensamientos experimentados puede alcanzar un punto en el que se vuelve destructiva y degeneran en la indiferencia. En otros casos, lleva a que surjan ideas notables… El joven adolescente piensa y siente de forma extrema, excesiva, radical, sin límites. Las ideas son grandes y devoradoras: muerte, fama, sabiduría, amor, etc. Se queda atrapado en ellas y tiene que trabajarlas, casi de forma monomaníaca, hasta el último detalle (o hasta que le decepcionan o le aburren). Solo entonces es posible dejarlas correr y pasar al siguiente gran concepto. […] Como estas son posturas incorregibles, pedirles que ‘sean razonables’ no suele ayudar. Debemos entender que la locura absoluta que separa al adolescente del adulto sirve de proceso de descubrimiento de la propia identidad” (3).
Los juicios y las críticas del adolescente se mueven sobre el sustrato de sentimientos vividos existencialmente. La naturaleza existencial de esta experiencia es tanto corporal como idealista. El pensamiento se despliega sobre las alas de la emoción y se extiende más allá de lo personal, pese a ser profundamente subjetivo por naturaleza.
Con este telón de fondo, las ideas contemporáneas referentes a la adolescencia, aunque marginadas por Epstein, son interesantes porque ponen de relieve tesis como esta: “La pubertad es el reactor biológico de la innovación avanzada” (4). Afirmaciones como esta parecen coincidir con la posición de Steiner de que la renovación social surge en el proceso de individuación de cada nueva generación (5).
Investigaciones en los EE.UU. y Alemania (6) han revolucionado la visión de que el desarrollo primario del cerebro humano estaba limitado a la infancia y que todo lo que la seguía simplemente refinaba lo que se había formado en los primeros años. De hecho, a través de procesos de crecimiento y decadencia neuronal, surge la posibilidad de la remodelación estructural. Estos procesos de transformación se producen mediante la especificación reductiva de un exceso de posibilidades. A los seis meses de embarazo se han producido 100 mil millones de neuronas, de las cuales alrededor de la mitad mueren cuatro meses después del nacimiento. Sobre esta base, a o largo de los siguientes doce años, se forma un número inestimable de conexiones sinápticas que conforman la denominada materia gris del cerebro. Podemos entender el exceso inicial como la expresión de la potencialidad abierta.
A los doce años de edad tiene lugar otra metamorfosisdrástica. Se cortan muchas de estas neuronas y sus conexiones sinápticas (¡hasta 30.000 conexiones por segundo!) y durante toda la adolescencia se elimina “materia blanca”. La “materia blanca” se forma a través de la mielinización de conexiones sinápticas entre diferentes áreas del cerebro que aísla estas conexiones y propicia una velocidad superior en el movimiento de los impulsos nerviosos, y también los estabiliza. La formación de esta red se llama sinaptogénesis. La capacidad del cerebro aumenta unas 3.000 veces en un breve periodo de tiempo. Este aumento sigue el principio de “o lo usas o lo pierdes”, que significa que lo que se utiliza, se refina más, y lo que no, se elimina. El cerebro pasa por un proceso de especialización en relación con la actividad del individuo. Parece ser que el proceso culmina en torno a los 20 años, a los 24 según algunos investigadores.
En la medida en que esto es verdad, todos los procesos de aprendizaje sostenidos están expresados en el organismo neuronal o en la formación del cerebro. Parece que esto tiene una relevancia pedagógica porque los hábitos de trabajo y de vida se reestructuran en un momento en el que la autogestión personal se encuentra en un punto bajo. Este aspecto de la transformación pubescente está marcado por la pérdida de las conexiones neuronales establecidas en la infancia. La interacción entre áreas del cerebro pasa por una remodelación estructural. La interacción entre las áreas del cerebro que soportan la percepción intencional y el movimiento se estabiliza con relativa rapidez. A continuación vienen el lenguaje y la orientación espacial. Esto último parece permanecer inestable hasta que la interacción entre el lóbulo temporal y el frontal se estabiliza. Junto al repentino crecimiento adolescente, esto nos explica la torpeza, la falta de consciencia de sus límites corporales y la falta de habilidades motoras finas que a menudo observamos en los adolescentes.
Lo que lleva más tiempo (hasta los 20 años) es la reestructuración de las conexiones entre las áreas del cerebro que sustentan el autocontrol, la acción racional o la autorresponsabilidad madura. En otras palabras, los neurólogos entienden que las conexiones que faltan entre áreas neuronales relativas a las emociones y a la razón son la causa de la incapacidad de los adolescentes de calcular el riesgo, la falta del control emocional y los cambios incontrolados de estado de ánimo tan comunes en plena adolescencia (6). Como la empatía está estrechamente ligada a la interacción del sistema límbico con el córtex prefrontal, esto también explica la incapacidad de muchos jóvenes de interpretar las señales de los demás. Pierden algo que para ellos era natural cuando eran niños: la capacidad de identificar correctamente los gestos y las expresiones faciales de otra persona.
Por supuesto, la remodelación neuronal debe entenderse en relación con los cambios orgánicos y hormonales. Por ejemplo, que los adolescentes corran riesgos no se debe únicamente a su falta de control de sus impulsos o a su falta de juicio, también se debe a que pierden aproximadamente un tercio de los receptores de dopamina, el neurotransmisor del placer, lo que significa que para experimentarlo hace falta más intensidad. He aquí el peligro: si, a una edad en la que se están reestructurando el cerebro y el sistema de recompensas motivacional del cuerpo, el comportamiento se centra en emociones intensas y consumo de drogas, las estructuras adictivas se establecen con mayor facilidad que de adultos.
Los cambios en los hábitos del sueño, por ejemplo el deseo de dormir hasta tarde, también parten de procesos neurohormonales. La melatonina, la hormona que nos hace sentir cansancio, durante la adolescencia se secreta unas dos horas más tarde. Los adolescentes se acuestan más tarde y por la mañana tienden a dormir hasta más tarde.
Dawirs y Moll (7) señalan la importancia cultural de este característico nuevo principio que tiene lugar en la adolescencia. Al contrario que los animales superiores, entre los que la madurez sexual es el inicio de la “edad adulta” porque el animal ahora ha establecido sus patrones de comportamiento en su entorno, con la pubertad el ser humano entra en una fase de máxima desorientación. La pubertad no es solamente la expresión de la madurez sexual, acarrea un proceso de emancipación del entorno
Dawirs caracteriza la pubertad como un fenómeno antropológico y cultural que pone al nivel de la consecución de la verticalidad rectitud, la emancipación de los brazos y las manos, y del lenguaje en cuanto a su importancia para el ser humano. Considera que la adolescencia es la fase de desarrollo durante la cual los miembros de la futura generación se inician en el conocimiento cultural de una sociedad y, en consecuencia, se convierten en co-portadores de su memoria cultural. Además del torrente genético, se establece un torrente cultural que abarca las generaciones (8). Porque el ser humano no alcanza la madurez y la capacidad de reproducirse simplemente a través de la imitación, sino que más bien debe encontrar una nueva relación consigo mismo y con el entorno a través de un proceso somático y de transformación neuronal. Al contrario que los animales, se emancipa en cierta manera de las condiciones biológicas de la evolución. Al tener que lidiar de nuevo con valores culturales, el individuo, mediante el desarrollo de la capacidad de reflexionar y pensar a través del ejercicio de las fuerzas de la memoria, desarrolla las capacidades necesarias para involucrarse intencionadamente en el contexto cultural. Una de las condiciones que hace esto posible es un espacio de libertad cultural que permita la creatividad individual. Es en este sentido en el que Dawirs y Moll reconocen este proceso de metamorfosis que también se expresa en la reestructuración neuronal como un principio de la evolución humana. La renovación o “la innovación orientada hacia el futuro” (9) solo es posible porque las normas culturales no se heredan sino que más bien se adaptan basándose en la reflexión.
Eso se pone de relieve sobre todo en sociedades individualistas más que en las que tiene consciencia colectiva. En las culturas que son sistemas más o menos cerrados, con una consciencia colectiva, la pubertad y los procesos transformadores que la acompañan desembocan en formas de iniciación en la sabiduría colectiva de la sociedad. Un niño entra en la sociedad adulta cuando adquiere la madurez sexual. La esencia de esta transición de la niñez a la edad adulta cambió con el desarrollo de la sociedad europea/americana a finales del siglo XIX. Los complejos desafíos que planteaba la civilización industrial moderna orientada a los servicios ya no se podían afrontar sencillamente dejando que los niños siguieran los pasos de sus padres. Los niños necesitan más espacio para desarrollar sus habilidades e ideas potenciales para poderse situar en unas condiciones sociales rápidamente cambiantes. No fue hasta el siglo XX que descubrimos la etapa de la juventud como una fase potencial de desarrollo (10).
En función del concepto social operativo, el sentimiento de despertar, potencialidad, entusiasmo e idealismo o bien se instrumentalizan en una cultura juvenil totalitaria o se organizan como un espacio para el desarrollo y la experiencia individuales. A medida que el cambio social conllevó la disolución de las expectativas fijas de socialización, también desaparecieron los ritos colectivos de iniciación que con sus variaciones culturales acompañaban la transición de la niñez a la edad adulta. Actualmente, en la civilización occidental la adolescencia se considera un periodo de experiencia personal e individualización en un contexto en el que uno se está poniendo a prueba a sí mismo. En realidad, dos factores se alzan en oposición a esto:
La orientación adolescente en los países industrializados en gran medida se comercializa centrando la atención cada vez más en el consumismo. Los adolescentes se consideran beneficios en potencia y al mismo tiempo se tienta al adolescente a ejercer sus habilidades como consumidor. Ha desaparecido el armazón de las formas tradicionales de socialización a través de roles culturales. Ahora la atención ha pasado a centrarse en la competitividad.
Por lo tanto, el autodescubrimiento individual y la iniciación en uno mismo se enfrentan al consumismo adictivo y la presión del exterior para competir y encontrar un trabajo. Esta última presión parte de la idea de competición arraigada en el neoliberalismo o el darwinismo que impregna la educación y la cultura adolescentes modernas. Con estos antecedentes como telón de fondo, la posición de Epstein según la cual la libertad de los adolecentes de hoy es una forma de decadencia social se revela como la continuación de un concepto tradicional:
“Aislados de los adultos, tratados erróneamente como niños, no es de sorprender que algunos adolescentes se comporten, según los parámetros adultos, de forma negligente o irresponsable. […] Lo que les falta no es la oportunidad de hacer lo que quieren cuando quieren, sino la oportunidad de asumir responsabilidades y de probarse a sí mismos en sociedad” (11).
No hay duda de que Epstein tiene razón al decir que los adolescentes necesitan desarrollar su sentido de identidad en el encuentro concreto con la vida. Sin embargo, si entendemos el espacio de desarrollo entre la niñez y la edad adulta que se alcanza paso a paso a través de la evolución cultural, un proceso epigenético, como un prerrequisito decisivo para la autorrealización y un futuro social sano, haremos lo mínimo posible para cerrar este espacio y en cambio lo reconoceremos como una oportunidad para la individuación productiva. Los retos del desarrollo que lo acompañan se deben abordar a través de un enfoque de la educación cimentado en el respeto por el ser individual que es el niño que crece y por las intenciones del adolescente y que aspire a nutrir su personificación en el mundo de múltiples formas.
Rebekka Reinhard propone un planteamiento que reconozca la adolescencia como una oportunidad para la individuación y en este sentido puede afirmar que la agitación y el cuestionamiento que la acompañan tienen un efecto innovador en la cultura existente así como en los portadores adultos del impulso cultural: “Lo que está incompleto y aún se encuentra en proceso de transformación en el adolescente sirve para purgar a los adultos de su desapego. De hecho, reta a los adultos a repensar su relación con el mundo” (12). Recomienda: “Los adultos deben preservar su propia adolescencia interior.”
traducido por Mercè Amat
Michael Zech, Dr., Profesor de Estudios Culturales y su Didáctica en la Universidad Alanus para el Arte y la Sociedad en Bonn/ Alfter, Alemania. Profesor nacional e internacional de Educación Waldorf, Historia y Literatura desde 1992. Desde 2006, dirige el seminario de formación de profesores para la educación Waldorf en Kassel, Alemania. Investigaciones y publicaciones en los campos de la educación y la didáctica Waldorf, en particular la didáctica de la historia.
Bibliografía
(1) Epstein, Robert: Der Mythos vom Teenager-Gehirn. In: Gehirn und Geist, Serie Kindesentwicklung Número. 4, p. 41 – 42, 2009.
(2) Sócrates (470 - 399 BCE)
(3) Reinhard, Rebekka: Pickel, Negation und Setzung. Fünf Thesen zur Pubertät. En: Hohe Luft. Philosophie-Zeitschrift 2-2016, p. 61, 2016.
(4) Dawirs, Ralph/Moll, Gunther: Endlich in der Pubertät: Vom Sinn der Wilden Jahre. Weinheim, Basilea: Beltz, 2011.
(5) Steiner, Rudolf (GA 24): The renewal of the social organism, Spring Valley, Nueva York, Londres: Anthroposophic Press, Rudolf Steiner Press, 1985
(6) Giedd, Jay et al.: Brain Development During Childhood and Adolescence. A Longitudinal MRI Study. En: Nature Neuroscience 2 (10), P. 861 - 863; Koch, Julia: Rätsel Pubertät. Nebel hinter der Stirn. In: Spiegel Wissen 2/2010: Die Pubertät, P. 20/21, 2009
(7) Dawirs, Ralph/Moll, Gunther: Endlich in der Pubertät: Vom Sinn der Wilden Jahre. Weinheim, Basilea: Beltz, 2011.
(8) ibid., p. 123 – 132
(9) ibid., P. 147
(10) Wiehl, Angelika: Jugendpädagogik in der Waldorfschule, Pädagogische Forschungsstelle beim Bund der Freien Waldorfschulen, 2017
(11) Epstein, Robert: Der Mythos vom Teenager-Gehirn. En: Gehirn und Geist, Serie Kindesentwicklung Número. 4, p. 41 – 42, 2009.
(12) Reinhard, Rebekka: Pickel, Negation und Setzung. Fünf Thesen zur Pubertät. In: Hohe Luft. Philosophie-Zeitschrift 2-2016, p. 62, 2016.