Podríamos decir muchas cosas sobre los cambios que el niño -o joven- experimenta entre los doce y los dieciocho años. Tradicionalmente, en las escuelas Waldorf el paso del maestro tutor a los profesores especialistas tiene lugar a los catorce o quince años. De todos modos, en Europa muchas escuelas creen necesario o incluso preferible separar las clases sexta, séptima y octava de la primaria y del maestro tutor y pasarlas a los especialistas de la secundaria.
No hay ninguna duda de que ésta es una etapa de transición. El doceavo año de vida es una especie de limbo; a los doce años no se es propiamente un niño pero tampoco se es un adolescente, y todavía queda un largo camino para recorrer antes de llegar a la edad adulta, aunque ellos no lo admitan. Después del desafío de los diez años llegó el esfuerzo para establecer un poco de orden y de equilibrio, lo cual se logró más o menos a lo largo de la quinta clase.
Entonces llega la pubertad, con su otro alud de emociones y cambios físicos difíciles de sobrellevar, tanto para los propios niños como para los adultos que les rodean. Lo que los niños han aprendido de su experiencia anterior es que necesitan controlar la situación, con lo que en la sexta clase ésta es de nuevo su reacción.
Como siempre, todo ello se refleja en el currículo. En el currículo Waldorf “ tradicional” los romanos (i) marchan con paso firme por todo el mundo conocido, encontrándose en todas partes con tribus de culturas variopintas que se resisten y no colaboran con ellos, y les dan dos opciones: rendiros y uniros a nosotros o seréis aplastados. He aquí una imagen muy plástica de la situación del alma de los niños en este momento preciso. Cada uno de ellos es un emperador romano que intenta mantener el control del reino de sus propios sentimientos estableciendo unas leyes. El mundo, los demás, él o ella, todo se juzga, se clasifica y se etiqueta: “Cosas que me gustan”, “Cosas que no me gustan” “Cosas geniales” “Cosas inútiles”, “Cosas que nunca haré”, “Cosas que tengo que hacer”, “Cosas que se me dan bien”, “Cosas que se me dan mal”, etc. Una vez fijadas estas categorías (y en este punto no ve ningún motivo por el que deberían cambiar), compara su lista con las de sus iguales, para su tranquilidad, y la ajusta según convenga. Ser parte del grupo es importante, y no hay ninguna posibilidad de cambiar dicho grupo: sus juicios de valor son absolutos. De esta forma, el joven o la joven de doce años se asegura un lugar en el mundo. Y hace una declaración de principios: “Nosotros somos así”; la pregunta “¿Quién soy yo?” todavía no ha surgido. Aunque sea incómodo para nosotros (desde nuestra perspectiva como adultos, nuestros hijos se someten a la presión del grupo) es tal como debe ser y tenemos que resistir la tentación de interferir en ello.
Una vez ha descubierto dónde encaja, el o la joven de doce años cree que ha crecido (que entiende cómo funciona el mundo de los adultos y que ha aprendido cómo moverse en él) y que se hará mayor, pero que por lo demás la vida continuará tal como es ahora. A algunos, y a veces a todos, esto les aporta estabilidad. La confianza en sí mismos proviene del saber cuáles son las reglas. Pero en todos ellos, creo (o eso espero) que subyace un sentimiento de decepción: “¿Esto es todo?
Llegados a este punto, cogemos de la estantería una carpeta que contiene algo aburrido y familiar (se quejan mientras lo hacemos), le quitamos el polvo y la abrimos. Se preparan para añadir unos cuantos hechos aburridos a su colección, resignados ante la perspectiva de pasar los días que les quedan en la escuela acumulando más y más información insípida. Pero en lugar de eso les llevamos a una habitación completamente a oscuras, encendemos una linterna y no ven la luz. Sólo hay un círculo de luz en el techo y al principio no se dan cuenta de que está allí. ¿Cómo es posible? Pueden escuchar la diferencia entre el agua fría y el agua caliente (pero la temperatura se siente,¡no se oye!); saben que un trocito de alambre puede sonar tan fuerte como las campanas de una iglesia, siempre que el sonido pueda viajar por algo que no sea el aire (por tanto, ¿todo lo que oímos son sonidos ahogados?). Les enseñamos que todo lo que creían saber es un indicador de algo más importante y más fascinante de lo que jamás habrían imaginado. Empezamos a abrir el mundo que les es familiar para que se vuelva a llenar del asombro que contenía cuando todavía eran muy pequeños y todo era nuevo, plantamos la semilla de un pensamiento en sus mentes: “¡Lo que puedo descubrir no se acaba nunca!”
Pero no se trata de un simple número de circo; al apelar a los legionarios que hay en ellos, les entrenamos para que disciplinen sus poderes de percepción: para que realmente escuchen y observen, para que sean conscientes de lo que experimentan, para que articulen sus observaciones y experiencias de forma clara y precisa y, sobre todo, en la era de Google, para que confíen en sus propios sentidos.
Mientras las facultades de juicio, objetividad y pensamiento se desarrollan entre las clases séptima y octava y al entrar en el Bachillerato, los alumnos equilibran el tumulto emocional que, a su vez, aporta entusiasmo al proceso de aprendizaje. Si les ayudamos a activar su voluntad a partir de esta curiosidad y este entusiasmo renovados, los alumnos lograrán observar con más y más claridad la belleza de la forma y el orden en el mundo natural, la lucha para conseguir estas cosas en el mundo humano, el mundo de las ideas, la filosofía y la razón que surge del esfuerzo para entenderlo, el camino interior del individuo en plena etapa de desarrollo que busca su lugar en todo ello. Por medio de ejemplos, experiencias y biografías mostramos a los alumnos la infinidad de maneras en las que el mundo puede ser y ha sido interpretado, y los juegos de manos de la sexta clase se hacen más profundos y se incrustan en el contexto más amplio y cada vez más significativo del mundo como un todo.
Así es el banquete nutritivo que se supone que tenemos que poner ante nuestros alumnos adolescentes: no es de extrañar que muchos maestros tutores (y sus compañeros) vacilen en el umbral. Por si el contenido curricular cada vez más desalentador y la necesidad de convertirse en una especie de mago mientras los alumnos se hacen mayores no fuera bastante, ahí están los alumnos propiamente dichos.
El problema es que ellos no han leído esto, con lo cual no saben cuán maravilloso es y cuánto bien les hará. Viven en un mundo de satisfacción instantánea, sin proceso y sin esfuerzo, donde llenan su tiempo y sus pensamientos de cosas que les gustan y que les divierten y distraen. A veces poder hacer esto durante el máximo tiempo posible es el alcance de sus ambiciones para el futuro. Creen que en la vida adulta se trata de eso.
Está claro que mi visión es simplista, pero la influencia que tienen los medios sociales y de entretenimiento en estos jóvenes se traduce en una exposición y acceso a cosas que crean hábitos de consumo pasivo; cosas que les insensibilizan y que no pueden comprender; cosas que les aportan una visión distorsionada e incompleta del mundo que va en contra de lo que nosotros intentamos hacer para ellos. Muchos maestros piensan que nuestros alumnos necesitan liberarse de pantallas y smartphones para poder recibir lo que queremos darles, una creencia que surge, por lo menos en parte, de nuestra propia incapacidad para mantenernos al día con ellos y hacer un buen seguimiento. Paralelamente, nos damos cuenta de que ésta es una batalla que no podemos ganar, y el sentimiento consiguiente de impotencia y abatimiento contribuyen a nuestra idea de que quizás deberíamos rendirnos. El mundo en el que crecen estos niños no existía hace veinte (o incluso diez) años; es nuevo para todos, pero mientras nosotros lo abordamos con recelo, nuestros alumnos se sienten cómodos en él y les encanta el cambio constante. Ésta es la realidad de la situación, y nuestro trabajo como maestros no puede ser otro que implicarnos en él, gestionarlo e intentar entenderlo (del mismo modo que esperamos que nuestros alumnos se impliquen en lo que queremos enseñarles) para que pueda convertirse en otro aspecto del mundo para nosotros, igual que lo es para ellos. Si buscamos con atención, podremos encontrar vínculos significativos por todos lados, el mundo virtual es producto de la cultura humana igual que una catedral medieval o una pintura del Renacimiento, y si nos acercamos a él con interés, desvelará sus maravillas y podremos usarlas con convicción en nuestra práctica docente.
El motivo principal por el cual la institución separa las clases sexta, séptima y octava parece ser el hecho de que a los maestros tutores o bien les faltan conocimientos para poder impartir todas las materias que forman parte del programa de clases principales para dichos cursos o bien les cuesta adaptar su forma de enseñar y su relación con los niños cuando se convierten en adolescentes. Por otro lado, sí son conscientes de que existe una relación de afecto y de confianza entre el alumno y su maestro tutor o maestra tutora, y que ello se traduce en una oportunidad única para ofrecer el apoyo necesario al niño que entra en la adolescencia. La cuestión de si los maestros tutores deberían o no continuar con sus clases más allá de la quinta se aborda en conversaciones que giran alrededor de estos tres aspectos.
Quizás sólo he conseguido demostrar que las clases sexta a octava tienen más en común con la Secundaria que con el final de la Primaria, pero la transición de la niñez a la adolescencia y la edad adulta no empieza en la sexta clase; podríamos plantearnos el mismo dilema al considerar que el segundo ciclo de primaria empieza en la cuarta clase, cuando ya se producen cambios muy significativos en la tercera clase.
En realidad, la evolución de la conciencia es un proceso gradual y contínuo que tiene lugar a lo largo de nuestras vidas. Los niños cambian, pero nosotros también. No hay ninguna etapa de la vida de un maestro en la que no necesite cambiar y analizar lo que hace y la manera cómo lo hace. La decisión de dejar la clase en manos de otra persona cuando la tarea es más complicada es comprensible si tenemos en cuenta lo que hemos esbozado anteriormente, pero parte de la decisión reside también en la idea de que otra persona no tendrá que enfrentarse a estos problemas. La verdad es que a menudo sólo dejamos la clase a quién está deseando hacerles frente. Dichos esfuerzos son una parte inevitable de la tarea de todo el mundo, y la pregunta que deberíamos plantearnos no es tanto “¿Puedo hacerlo” sino “¿Quiero hacerlo?”. Por supuesto, a veces la respuesta es no, pero también puede ser sí.
Amanda Bell fue maestra tutora durante 17 años antes de pasar a la secundaria para dar clases de historia y arte en la St Michael Steiner School de Londres. Desde el año 2010 es co-directora del London Waldorf Teacher Training Seminar (Seminario para la formación de maestros Waldorf de Londres).
(i) En el currículo Waldorf “tradicional”, basado en la cultura y la historia europeas, los romanos son el ejemplo de un pueblo conquistador. En cambio, en otras culturas quizás escojan otros pueblos como ejemplo. (Ed.)